Reflexión sobre la democracia contemporánea. Juan Pablo II.
Cfr. Juan Pablo II, Memoria e identidad, nº 22, Ed. La Esfera de los libros, Madrid 2005, pp. 135-167
22. La Revolución francesa difundió en el mundo el lema «libertad, igualdad, fraternidad» como programa de la democracia moderna. ¿Cómo valora, Santo Padre, el sistema democrático en su versión occidental?
En todo caso, la ética social católica apoya en principio la solución democrática, porque responde mejor a la naturaleza racional y social del hombre, como ya he dicho. Pero está lejos -conviene precisarlo- de «canonizar» este sistema. En efecto, sigue siendo verdad que las tres soluciones teorizadas -monarquía, aristocracia y democracia- pueden servir, en determinadas condiciones, para realizar el objetivo esencial del poder, es decir, el bien común. En todo caso, el presupuesto indispensable de cualquier solución es el respeto de las normas éticas fundamentales. Ya para Aristóteles, la política no es otra cosa sino ética social. Lo cual significa que si un cierto sistema de gobierno no se corrompe es porque en él se practican las virtudes cívicas. La tradición griega supo también calificar diferentes formas de corrupción en los diversos sistemas. Y así, la monarquía puede degenerar en tiranía y, para las formas patológicas de la democracia, Polibio acuñó el nombre de «oclocracia», o sea, el gobierno de la plebe.
Tras el ocaso de las ideologías del siglo xx, y especialmente la caída del comunismo, muchas naciones han puesto sus esperanzas en la democracia. Pero precisamente a este respecto cabe preguntarse: ¿cómo debería ser una democracia? Frecuentemente se oye decir que con la democracia se realiza el verdadero Estado de derecho. Porque en este sistema la vida social se regula por las leyes que establecen los parlamentos, que ejercen el poder legislativo. En ellos se elaboran las normas que regulan el comportamiento de los ciudadanos en las diversas esferas de la vida social. Naturalmente, cada sector de la vida social requiere una legislación específica para desarrollarse ordenadamente. Con el procedimiento descrito, un Estado de Derecho pone en práctica el postulado de toda democracia: formar una sociedad de ciudadanos libres que trabajan conjuntamente para el bien común.
Dicho esto, puede ser útil referirse una vez más a la historia de Israel. He hablado ya de Abraham como el hombre que tuvo fe en la promesa de Dios, aceptó su palabra y se convirtió así en padre de muchas naciones. Desde este punto de vista, es significativo que se remitan a Abraham tanto los hijos e hijas de Israel como los cristianos. También lo hacen los musulmanes. Sin embargo, hay que precisar de inmediato que el fundamento del Estado de Israel como sociedad organizada no es Abraham, sino Moisés. Fue Moisés quien condujo a sus compatriotas fuera de la tierra egipcia y, durante la travesía del desierto, se convirtió en el verdadero artífice de un Estado de derecho en el sentido bíblico de la palabra. Es una cuestión que merece destacarse: Israel, como pueblo escogido de Dios, era una sociedad teocrática, en la cual Moisés no solamente era un líder carismático, sino también el profeta. Su cometido era poner, en nombre de Dios, las bases jurídicas y religiosas del pueblo. En esta actividad de Moisés, el momento clave fue lo acontecido al pie del monte de Sinaí. Allí se estipuló el pacto de alianza entre Dios y el pueblo de Israel, basada en la ley que Moisés recibió de Dios en la montaña. Esencialmente, esta leyera el Decálogo: diez palabras, diez principios de conducta, sin los cuales ninguna comunidad humana, ninguna nación ni tampoco la sociedad internacional puede lograr su plena realización. Los mandamientos esculpidos en las dos tablas que recibió Moisés en el Sinaí están grabados al mismo tiempo en el corazón del hombre. Lo enseña Pablo en la Carta a los Romanos: «Muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que les acusan» (Rm 2, 15). La ley divina del Decálogo tiene valor vinculante como ley natural también para los que no aceptan la Revelación: no matar, no fornicar, no robar, no dar falso testimonio, honra a tu padre ya tu madre... Cada una de estas palabras del código del Sinaí defiende un bien fundamental de la vida y de la convivencia humana. Si se cuestiona esta ley, la concordia humana se hace imposible Y la existencia moral misma se pone en entredicho. Moisés, que baja de la montaña con las tablas de los Mandamientos, no es su autor. Es más bien el servidor y el portavoz de la Ley que Dios le dio en el Sinaí. Sobre esta base formularía después un código de conducta muy detallado, que dejaría a los hijos e hijas de Israel en el Pentateuco.
Cristo confirmó los mandamientos del Decálogo como núcleo normativo de la moral cristiana, destacando que todos ellos se sintetizan en el más grande mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. Por lo demás, es notorio que Él, en el Evangelio, da una acepción universal al término «prójimo». El cristiano está obligado a un amor que abarca a todos los hombres, incluidos los enemigos. Cuando estaba escribiendo el estudio Amor y responsabilidad, el más grande de los mandamientos me pareció una norma personalista. Precisamente porque el hombre es un ser personal, no se pueden cumplir las obligaciones para con él si no es amándolo. Del mismo modo que el amor es el mandamiento más grande en relación con un Dios Persona, también el amor es el deber fundamental respecto a la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
Este mismo código moral que proviene de Dios, sancionado en la Antigua y en la Nueva Alianza, es también fundamento inamovible de toda legislación humana, en cualquier sistema y, en particular, en el sistema democrático. La ley establecida por el hombre, por los parlamentos o por cualquier otra entidad legislativa, no puede contradecir la ley natural, es decir, en definitiva, la ley eterna de Dios. Santo Tomás formuló la conocida definición de ley: Lex est quaedam rationis ordinatio ad bonum commune) ab eo qui curam communitatis habet promulgata, la leyes una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad [Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-II, q. 90, art. 4]. En cuanto «ordenamiento de la razón», la ley se funda en la verdad del ser: la verdad de Dios, la verdad del hombre, la verdad de la realidad creada en su conjunto. Dicha verdad es la base de la ley natural. El legislador le añade el acto de la promulgación. Es lo que sucedió en el Sinaí con la Ley de Dios, y lo que sucede en los parlamentos en sus actividades legislativas.
Llegados a este punto, surge una cuestión de capital importancia para la historia europea del siglo xx. En los años treinta, un parlamento legalmente elegido permitió el acceso de Hitler al poder en Alemania, y el mismo Reichstag, al darle plenos poderes (Ermächtigungsgesetz), le abrió el paso al proyecto de invadir Europa, a la organización de los campos de concentración y a la puesta en marcha de la llamada «solución final» de la cuestión judía, como llamaban al exterminio de millones de hijos e hijas de Israel.
Basta recordar estos hechos de tiempos recientes para darse cuenta con claridad de cómo la ley establecida por el hombre tiene sus propios límites que no puede violar. Son los límites marcados por la ley natural, mediante la cual Dios mismo protege los bienes fundamentales del hombre. Los crímenes nazis tuvieron su Nuremberg, donde los responsables fueron juzgados y castigados por la justicia humana. No obstante, hay muchos otros casos en que no ha sido así, aunque queda siempre el supremo tribunal del Legislador divino. El modo en que la Justicia y la Misericordia están en Dios a la hora de juzgar a los hombres y la historia de la humanidad permanece envuelto en un profundo misterio.
Ésta es la perspectiva, como ya he dicho, desde la cual se pueden cuestionar, al comienzo de un nuevo siglo y milenio, algunas decisiones legislativas tomadas en los parlamentos de los actuales regímenes democráticos. Lo primero que salta a la vista son las leyes abortistas. Cuando un parlamento legaliza la interrupción del embarazo, aceptando la supresión de un niño en el seno de la madre, comete una grave injuria para con un ser humano inocente y, además, sin capacidad alguna de autodefensa. Los parlamentos que aprueban y promulgan semejantes leyes han de ser conscientes de que se extralimitan en sus competencias y se ponen en patente contradicción con la ley de Dios y con la ley natural.
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