La importancia de los abuelos en la vida no se puede subestimar. Se puede ver claramente en la vida de Svetlana Alliluyeva.
Stalin con su hija Svetlana |
Desde la infancia, fue Svetlana Stalina, la única hija del dictador soviético Josef Stalin. Más tarde, tomó el nombre de su madre, y más tarde aún, mientras vivía en los Estados Unidos y al casarse con un estadounidense, se convirtió en Lana Peters.
Nacida en 1926, creció en una atmósfera donde nunca se hablaba de Dios. Su padre gobernó sobre un Partido Comunista y un gobierno que hicieron todo lo posible para minimizar el papel de la religión en la vida de las personas, o que lo usaron para avanzar en la ideología comunista.
A la larga, sin embargo, ese poder temporal no fue más fuerte que el ejemplo de la madre georgiana de Stalin, la abuela paterna de Svetlana.
“Los primeros 36 años que he vivido en el estado ateo de Rusia no han sido una vida del todo sin Dios. Sin embargo, habíamos sido educados por padres ateos, por una escuela secularizada, por toda nuestra sociedad profundamente materialista. No se hablaba de Dios”, escribió Alliluyeva en su autobiografía Veinte cartas a un amigo.
“Mi abuela paterna, Ekaterina Djugashvili, era una campesina casi analfabeta, que quedó viuda muy joven, pero que fomentaba la confianza en Dios y en la Iglesia. Muy piadosa y trabajadora, soñaba con convertir a su hijo superviviente, mi padre, en sacerdote”.
Ese sueño nunca se materializó, por supuesto.
La madre de la madre de Svetlana, Olga Allilouieva, también jugó un papel, escribió Svetlana. Ella “nos hablaba alegremente de Dios: de ella hemos escuchado por primera vez palabras como alma y Dios”, afirmaba. “Para ella, Dios y el alma eran los fundamentos de la vida”.
La madre murió seis años después de nacida Svetlana, oficialmente de peritonitis pero casi seguramente por suicidio, en la noche del 8 noviembre de 1932. Ella vivió esporádicamente con sus padres (aunque era la preferida de su padre Joseph) y creció con una niñera.
Sin embargo, ella cuenta que siempre fue mimada por el padre, el cual a veces se sentaba para ayudarla en las tareas y cenar con ella y con sus amigos, hijos de los colaboradores. En la escuela era tratada como una “zarina”, un compañero suyo de clase recordaba que su banco brillaba como un espejo, el único que estaba pulido. Durante las purgas, cada vez que los padres de sus compañeros eran arrestados, estos eran cambiados de clase, para que ella no entrara en contacto con los “enemigos del pueblo”.
Sin embargo, las relaciones con su padre se deterioraron a la edad de 16 años, sea porque Stalin hizo “desaparecer” a dos tíos a los que ella estaba muy unida, sea porque encontró un documento reservado sobre el suicidio de su madre, que le había sido ocultado. “Algo dentro de mí se destruyó”, recordaba. “Ya no volvía a ser capaz de respetar la palabra y la voluntad de mi padre”.
Poco después, de hecho, se enamoró de un director de cine judío de 40 años, Aleksei Kapler, que, con una excusa, fue condenado por Stalin a diez años de exilio en una ciudad siberiana, pues desaprobaba su relación. A los 17 años se casó con Grigory Morozov, un compañero de estudios, también judío, tras recibir el permiso – de mala gana – del padre (“Es primavera. Si quieres casarte, hazlo, vete al infierno”, fue su reacción), quien nunca quiso ver al esposo.
En 1945 tuvieron un hijo, Joseph, pero se divorciaron en 1947.
Después de la muerte del padre, ella asumió el apellido de la madre, Allilueva, y trabajó como profesora y traductora en Moscú. Alliluyeva recordó cuando, por primera vez en su vida, oró a Dios para pedir una curación. Fue en nombre de su hijo de 18 años, que estaba muy enfermo. “No conocía ninguna oración, ni siquiera el Padrenuestro”, escribió. “Dios me escuchó. Después de la curación, un intenso sentimiento de la presencia de Dios me invadió”.
Con el tiempo, conoció a un sacerdote ortodoxo, el p. Nicolás Goloubtzov, quien, escribió, bautizaba secretamente a adultos que habían vivido sin fe. “Necesitaba que me instruyeran sobre los dogmas fundamentales del cristianismo”, dijo. Fue bautizada en la Iglesia Ortodoxa Rusa el 20 de mayo de 1962.
En 1963 vivió con un político comunista indio de nombre Brajesh Singh, hasta el día de la muerte de él. Con ocasión de ello se traslado a la India, sumergiéndose en las costumbres locales y abandonando el ateísmo en el que había sido educada por su padre y por la sociedad soviética. Tras un encuentro con el embajador americano en Nueva Delhi, decidió huir a Estados Unidos, donde obtuvo asilo político. Después de obtenerlo, se le urgió que abandonara la India inmediatamente para ir a Suiza, con el fin de evitar un incidente internacional. Después de pasar seis semanas en Suiza, donde tuvo contacto con muchos católicos, se dirigió finalmente a los Estados Unidos.
Un día recibió una carta de un sacerdote católico en Pennsylvania, un tal padre Garbolino, quien la invitó a peregrinar a Fátima, con motivo del 50 aniversario de las apariciones allí. Ella no pudo ir, pero mantuvo una correspondencia de casi 20 años con el padre Garbolino.
“En 1969 el padre Garbolino vino a visitarme a Princeton, entonces yo era divorciada e infeliz, pero él, como buen sacerdote, siempre encontró las palabras adecuadas y me prometió rezar por mi”, escribió la mujer, que en aquel momento se había apasionado por los libros de Raïssa Maritain, mujer rusa de Jacques Maritain, también ella convertida al catolicismo tras haber sido criada en el judaísmo y en el ateísmo.
Tras haber escrito dos autobiografías – que se convirtieron en best-seller –, en las que denunció a su padre como un “monstruo” y atacaba a todo el sistema soviético –, entre 1970 y 1973 se unió en (tercer) matrimonio con William Wesley Peters, del que se separó cuatro años después. De esa unión nació Olga. En 1976 se hizo amiga de un matrimonio católico en California y vivió con ellos durante dos años. “Su discreta piedad y su solicitud para mí y mi hija me conmovieron profundamente”, escribió.
Asumió el nombre de Lana Peters y en 1982 se transfirió a Cambridge, Inglaterra donde, con ocasión de la fiesta de Santa Lucía, pidió y obtuvo el bautismo católico. En cierto momento, contaba la propia Svetlana, incluso se planteó la posibilidad de ser monja. Tras una breve permanencia en la Unión Soviética (desencantada de Occidente) y en los Estados Unidos, volvió al Reino Unido hasta el 2009.
La hija Olga, nieta de Stalin, tiene hoy 44 años y vive con el nombre de Chrese Evans en Portland, Oregon. Un periodista del Daily Mail logró encontrarla, amante de las armas y de los tatuajes, recuerda de su madre: “Tenía una fe increíble, me amó de un modo incondicional, como no he sentido de nadie más”.
En el libro “The Last Words”, dedicado a su amigo sacerdote, Svetlana hablaba de la abuela paterna, que mandó al joven Stalin al seminario ortodoxo de Tbilisi, en Georgia. “Pienso que todos los problemas y la crueldad de mi padre, la inhumanidad de su partido, fueron causadas por la abolición del cristianismo”, escribió. “Sus problemas comenzaron cuando abandonó el seminario a la edad de 20 años. Fue entonces, justo entonces, cuando su joven alma dejó de combatir el mal, y fue aferrada por el Mal, que nunca la abandonaría”.
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