martes, 28 de mayo de 2019

La paz os dejo - Meditación sobre la paz

“La Paz os dejo, mi paz os doy” (Sexto Domingo de Pascua, ciclo C)
Traducido del libro de Walter J. Burghardt, S.J., Sir, We Would Like to See Jesus, 1982.

Durante su último discurso Jesús dice a sus discípulos: “la paz os dejo” (Jn 14, 27). Paz. ¿Qué podía ser más simple? De hecho, de simple no tiene nada – no la paz de Cristo.
Entonces, veamos tres preguntas: (1) ¿Dónde está el problema con la paz? (2) ¿Qué significa paz en la promesa de Jesús? (3) ¿Qué debería decir la palabra “paz” a nosotros?


I. Primero, ¿dónde está el problema con la paz? El problema fue puesto poderosamente por el Arzobispo Tomás Becket. Ustedes pueden recordar el sermón navideño elaborado por T. S. Eliot en su libro “Muerte en la Catedral” (“Murder in the Cathedral”) y puesto en labios de Becket: “¿Les parece extraño a ustedes que los ángeles hayan anunciado paz, cuando incesantemente el mundo ha sido golpeado con la guerra y el miedo a la guerra? ¿Les parece a ustedes que las voces angelicales se equivocaron, y que la promesa fue una decepción y un fraude?

El punto es: la promesa choca con la realidad. No solo para Becket, para nosotros tampoco hay paz. Rusia viola a Afganistán, genocidio diezma Camboya. Una tenue tregua tiembla en el Medio Oriente y Sudáfrica; destrucción atómica amenaza la entera raza humana; nuestras calles son avenidas de guerra. ¿Dónde atisbas, dónde logras ver la paz en la tierra?

De hecho, la Escritura misma es una paradoja. En su nacimiento, antes de morir y en su aparición como resucitado, Jesús promete paz. Pero en medio de su predicación, él advierte: “No creáis que he venido a traer paz en la tierra. No he venido a traer paz sino espada” (Mt 10, 34), “disensión”, división (Lc 12, 51).

¿Nuestra liturgia es, entonces, un hacer creer, una mera pretensión? Corremos alrededor abrazándonos el uno al otro. “La paz del Señor sea contigo!” exclamamos, “Shalom”. Y no hay paz. ¿Es la paz realmente posible? ¿O esta “paz” es otra de aquellas palabras ambiguas que permite a los cristianos vivir despreocupados en un mundo en guerra, olvidar que el mundo real está allá afuera, y que el mundo está modelado por la sangre y las lágrimas? ¿U olvidar que hay un mundo real dentro de nosotros mismos, y que ese mundo también está en guerra, que hierve lleno de pasiones y de miedos, a veces lleno de enojo y odio?



II. Un problema genuino que levanta una segunda pregunta: ¿Qué significa paz en la promesa de Jesús? Para comprenderlo, debemos mirar un momento al Antiguo Testamento.  La paz bíblica tiene un contenido tan rico que ninguna palabra de nuestro idioma puede expresarla. Esta paz significa que en todo te va bien, que eres feliz, que te sientes seguro, que tienes amigos, que tienes una tierra fértil, que comes hasta llenarte y duermes sin miedos, que tu progenie se multiplica y “triunfas sobre tus enemigos”.

Pero, para el israelita, la paz no es simplemente armonía con la naturaleza, consigo mismo, con los demás. La verdadera paz significa armonía con Dios, una recta relación con Yahvé, pues “el Señor es paz” (Jueces 6, 24). En este sentido, paz era salvación, una salvación que ciertamente se trabajaba en la historia, pero que se realizaría a plenitud solo en la comunión con Él que da todo lo bueno. Tal es el significado de la Sabiduría de Salomón: “Las almas de los justos están en las manos de Dios… Los insensatos pensaban que habían muerto… y su partida de entre nosotros, su destrucción; pero ellos están en paz” (3, 1-3).

Precisamente aquí está la unión entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. La paz que Jesús anuncia es una paz que salva. “Mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo (Jn 14, 27). Lucas es tan claro en esto. La mujer pecadora que lavó Sus pies con sus lágrimas puede “ir en paz”, porque sus pecados han sido perdonados (Lc 7, 50). Con el saludo “paz a esta casa”, los discípulos ofrecen salvación a los pueblos donde Jesús iría después. Cuando ellos acompañan a Jesús en su entrada a Jerusalén, su aclamación de “paz” proclama una redención que la ciudad rechazará (Lc 19, 38). Y cuando ellos salen a irradiar la paz pascual hasta los confines de la tierra, Pedro predica: “La Palabra que Dios envió a Israel, anunciando la Buena nueva de la paz por medio de Jesucristo” (Hch 10, 36-37). El evangelio es paz, y la paz es el evangelio.
Lo que Lucas narra, Pablo lo explica. El corazón de su mensaje es una corta y gloriosa frase: Él es nuestra paz (Ef 2, 14). Si te olvidas de todo lo demás, recuerda esa resonante afirmación: Cristo es nuestra paz. ¿Cómo? Aquí Pablo rompe los vínculos del lenguaje. Él está cautivado. Cristo es nuestra paz porque “ha derribado el muro divisorio, la enemistad”, el cual divide judíos y gentiles, “para crear en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo. De este modo hizo las paces y reconcilió con Dios a ambos” (Ef 2, 14-16). Cristo es nuestra paz, porque “(Dios tuvo a bien) reconciliar por él y para él todas las cosas… haciendo la paz, mediante la sangre de su cruz” (Col 1, 19-20). Cristo es nuestra paz porque a través de él, “todos tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef. 2, 18). Cristo es nuestra paz porque a ella nos ha llamado haciéndonos formar un solo cuerpo, para “que la paz de Cristo reine” en nuestros corazones (Col 3, 15).
Esta paz es “fruto del Espíritu” (Gal 5, 22), es la paz de Dios “que supera toda inteligencia” (Flp 4, 7), la paz que perdura en la angustia y en la tribulación (Rom 5, 1-5), la paz que “custodiará vuestros corazones y mentes en Cristo Jesús” (Flp 4, 7).  Esta es la paz que encuentra su consumación en una comunión eterna con Dios que lleva al éxtasis. Pues “el Dios de Paz” de la Biblia es un Dios que salva; y un corazón en paz es un corazón unido con su Dios en Cristo.

III. Si tal es el evangelio de la paz, las Buenas Nuevas propias de Dios, ¿qué debería decir la palabra “paz” a nosotros? En primer lugar, debería retar nuestra inteligencia cristiana. ¿Cuál es la paz que tú anhelas? Esto varía por supuesto. Para un soldado paz es la ausencia de guerra; para un político quizás un pacto; para una madre, un niño dormido. Si tú vives en un campus universitario, paz es un silencio alrededor. Paz podría ser la suave arena bañada a la luz de la luna, el fin de un día duro, el epílogo de hacer el amor, el cierre de las clases, los pies para arriba y beber una cerveza bien fría. Si tienes una enfermedad dolorosa, paz es una hora sin dolor.
Ahora bien, cada una de éstas es una faceta de la paz. Pero la paz que Cristo nos dejó es más profunda que cualquiera de ellas. Es una paz que el mundo no puede dar, que es la presencia de Dios dentro de ti, en todo alrededor tuyo, una comunión con Dios que te introduce a la vida divina, un compartir en la vida del mismo Hijo de Dios. En el fondo la paz de Cristo no es un estado sicológico resultante de la vida de Dios dentro de ti. Esta paz es tu comunión con Dios. Tú has sido reconciliado con Él mediante el amor de Cristo. Tú eres uno con Él en el amor.
¿Es así como tú entiendes esta paz?
Pero si ésta es la básica paz cristiana, entonces la paz de Cristo puede coexistir con la guerra en el mundo, con la agonía humana, con la muerte y las miles de formas de morir los hombres. Cristo predijo esta coexistencia: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo viviréis atribulados, pero tened buen ánimo, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). El “mundo” en Juan es todo aquello que es hostil a Dios, donde el pecado tiraniza, el odio sofoca el amor, la muerte destruye la vida, y la humanidad herida por el pecado es antiDios. En ese mundo, donde vives ahora, ciertamente encontrarás angustia y tribulación. Dios nunca nos prometió un jardín de rosas. En ese mundo ciertamente necesitas coraje para sobrevivir y superarte. Y tu coraje viene del hecho de que Jesucristo, quien es tu paz, ha vencido al mundo, ha roto su poder no por la fuerza, sino por su total rendición al amor consumado en la crucifixión.

Pero la coexistencia no es suficiente. Ésta no se aferrará a la paz para soportar las tribulaciones con un “labio superior rígido”. Precisamente porque hemos sido reconciliados con Dios en Cristo, precisamente porque la vida del Señor resucitado fluye a través de ti como otro torrente sanguíneo, tú has sido enviado en misión a este mundo en guerra, a este mundo en angustia. Si Cristo venció el mundo, así debe hacer cada cristiano. Esto nos dice el Cristo exaltado en el libro llamado Apocalipsis: “Concederé al vencedor que se siente conmigo en mi trono, pues yo también cuando vencí me senté con mi Padre en su trono” (3, 21). Y como Cristo, tú conquistarás el mundo no por la fuerza, sino por la fe (1 Jn 5, 4-5), una fe viva, una fe que se muestra en el amor y mediante la cruz.

Yo no te estoy pidiendo que vayas a sacar a Rusia de Afganistán; eso es irreal. Yo estoy preguntándote: ¿Qué guerras has terminado en tu patio o en tu habitación? ¿Qué minas de envidia o de odio, o de discordia, o de disgusto has desactivado en tu corredor? ¿Qué duele menos porque amas más? ¿Qué duele más porque amas menos? ¿Quién estaba deprimido y ha vuelto a la vida a tu toque? ¿Hay alguien libre de reír porque tú te tragaste tu orgullo? ¿Quién tiene hambre de comida o de afecto y fue alimentado por tu fe? ¿Quién tiene sed de justicia y se siente más humano porque tú estás allí? ¿Quién experimenta la ausencia de Dios y encuentra la imagen de Dios en tu rostro? Mis amigos, este mundo del cual habla Juan es por último pequeñez y pecado- y entonces también nosotros somos parte del mundo que tiene que ser vencido. Tú lo vences solo como Jesús lo hizo: tocándolo con la paz que Cristo te ha dejado, la comunión con Dios que te ha hecho nueva creatura.

1 comentario:

  1. Esa es la paz que buscamos y que solo encontramos en la comunion con Crusto Jesus, hijo de Dios Padre.

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...