Fuente: http://www.proceso.hn
Autor del artículo: Por Alberto García Marrder. Miami, (EEUU)
El acto más vergonzoso y repudiable de los sandinistas ocurrió en Managua, el 4 de marzo de 1983, cuando sus turbas acallaron y profanaron la voz del Papa Juan Pablo en el sublime momento de la consagración, en una misa al aire libre.
En León ya lo habían saboteado los de la juventud sandinista; no lo dejaron hablar gritando consignas sandinistas; no lo respetaron porque ese era el plan del gobierno: ridiculizar al Papa. Un ex miembro de la Juventud Sandinista lo reconoció públicamente: recibimos ordenes del FSLN de boicotear a la Iglesia Católica y burlarnos del papa en esa Plaza.
Este fue un ejemplo del ateísmo que promovía el gobierno de ese entonces.
Y en Managua, cuando celebró la misa el Papa al aire libre, una gigantesca pancarta con el rostro de Sandino y otros líderes de la revolución, estaba detrás de Juan Pablo II. El gobierno sandinista se negó rotundamente a quitarla, pese a las reiteradas peticiones del Nuncio Apostólico, el arzobispo Andrea Cordero di Montezemolo.
Extracto de la Homilía del Papa:
4. En efecto, la unidad de la Iglesia es puesta en cuestión cuando a los poderosos factores que la constituyen y mantienen, la misma fe, la Palabra revelada, los sacramentos, la obediencia a los obispos y al Papa, el sentido de una vocación y responsabilidad común en la tarea de Cristo en el mundo, se anteponen consideraciones terrenas, compromisos ideológicos inaceptables, opciones temporales, incluso concepciones de la Iglesia que suplantan la verdadera.
Sí, mis queridos hermanos centroamericanos y nicaragüenses: cuando el cristiano, sea cual fuere su condición, prefiere cualquier otra doctrina o ideología a la enseñanza de los Apóstoles y de la Iglesia; cuando se hace de esas doctrinas el criterio de nuestra vocación; cuando se intenta reinterpretar según sus categorías la catequesis, la enseñanza religiosa, la predicación; cuando se instalan “magisterios paralelos”, como dije en mi alocución inaugural de la Conferencia de Puebla (Discurso durante la inauguración de la III Conferencia general del Episcopado latinoamericano, Puebla, 28 de enero de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II [1979] 188 ss.), entonces se debilita la unidad de la Iglesia, se le hace más difícil el ejercicio de su misión de ser “sacramento de unidad” para todos los hombres.
La unidad de la Iglesia significa y exige de nosotros la superación radical de todas estas tendencias de disociación; significa y exige la revisión de nuestra escala de valores. Significa y exige que sometamos nuestras concepciones doctrinales y nuestros proyectos pastorales al magisterio de la Iglesia, representado por el Papa y los obispos. Esto se aplica también en el campo de la enseñanza social de la Iglesia, elaborada por mis predecesores y por mi mismo.
Ningún cristiano, y menos aún cualquier persona con título de especial consagración en la Iglesia, puede hacerse responsable de romper esa unidad, actuando al margen o contra la voluntad de los obispos “a quienes el Espíritu Santo ha puesto para guiar la Iglesia de Dios” (At 20, 28).
Ello es válido en toda situación y país, sin que cualquier proceso de desarrollo o elevación social que se emprendan pueda legítimamente comprometer la identidad y libertad religiosa de un pueblo, la dimensión trascendente de la persona humana y el carácter sagrado de la misión de la Iglesia y de sus ministros.
5. La unidad de la Iglesia es obra y don de Jesucristo. Se construye por referencia a El y en torno a El. Pero Cristo ha confiado a los obispos un importantísimo ministerio de unidad en sus Iglesias locales (cf. Lumen Gentium, 26). A ellos, en comunión con el Papa y nunca sin él (cf. Ivi 22), toca promover la unidad de la Iglesia, y de tal modo, construir en esa unidad las comunidades, los grupos, las diversas tendencias y las categorías de personas que existen en una Iglesia local y en la gran comunidad de la Iglesia universal. Yo os sostengo en ese esfuerzo unitario, que se reforzará con vuestra próxima visita ad Limina.
Una prueba de la unidad de la Iglesia en un determinado lugar es el respeto a las orientaciones pastorales dadas por los obispos a su clero y fieles. Esa acción pastoral orgánica es una poderosa garantía de la unidad eclesial. Un deber que grava especialmente sobre los sacerdotes, religiosos y demás agentes de la pastoral.
Pero el deber de construir y mantener la unidad es también una responsabilidad de todos los miembros de la Iglesia, vinculados por un único bautismo, en la misma profesión de fe, en la obediencia al propio obispo y fieles al Sucesor de Pedro.
Queridos hermanos: tened bien presente que hay casos en los cuales la unidad sólo se salva cuando cada uno es capaz de renunciar a ideas, planes y compromisos propios, incluso buenos ―¡cuánto más cuando carecen de la necesaria referencia eclesial! ―por el bien superior de la comunión con el obispo, con el Papa, con toda la Iglesia.
Una Iglesia dividida, en efecto, como ya decía en mi carta a vuestros obispos, no podrá cumplir su misión “de sacramento, es decir, señal e instrumento de unidad en el país”. Por ello alertaba allí sobre “lo absurdo y peligroso que es imaginarse como al lado ―por no decir contra ―de la Iglesia construida en torno al obispo, otra Iglesia concebida sólo como “carismática” y no institucional, “nueva” y no tradicional, alternativa y, como se preconiza últimamente, una “Iglesia popular”. Quiero hoy reafirmar estas palabras, aquí delante de vosotros.
La Iglesia debe mantenerse unida para poder contrarrestar las diversas formas, directas o indirectas, de materialismo que su misión encuentra en el mundo.
Ha de estar unida para anunciar el verdadero mensaje del Evangelio ―según las normas de la Tradición y del Magisterio ―y que esté libre de deformaciones debidas a cualquier ideología humana o programa político.
El Evangelio así entendido conduce al espíritu de verdad y de libertad de los hijos de Dios, para que no se dejen ofuscar por propagandas antieducadoras o coyunturales, a la vez que educa al hombre para la vida eterna.
Cuando el Papa, en su sermón, explicó la imposibilidad de una “iglesia popular impuesta a los legítimos pastores de la Iglesia Católica”, las turbas empezaron a gritar para acallar la voz del Papa.
A un periodista nicaragüense que estaba a mi lado, le pregunté cómo era posible que se escuchara tan bien las protestas de esas turbas y, en cierto momento se acallaba la voz del Papa.
Un simple gesto de él me indicó que viera hacia la izquierda, en una caseta semi escondida, donde estaba instalada una mesa de control alternativa de sonido de la plaza y donde, aparentemente, se manipulaban las señales de audio.
Días antes, portavoces de la Iglesia Católica de Nicaragua se habían extrañado de que el gobierno sandinista estuviera montando un segundo sistema de sonido, además del principal destinado a ampliar la voz del Papa antes y durante la misa.
Pero el momento álgido de la profanación llegó cuando el Papa Juan Pablo II levantó el cáliz en el momento de la consagración.
Decenas de madres nicaragüenses, que habían ocupado desde muy temprano los puestos de primera fila, empezaron a gritar, de una forma incesante “Queremos la paz, queremos la paz”, que se escuchaba nítidamente gracias a las manipulaciones de la mesa de control de sonido.
Estas eran las madres de 19 jóvenes sandinistas muertos en enfrentamientos contra los miembros de la "Resistencia nicaragüense", los cuales habían tomado las armas, con ayuda clandestina de Estados Unidos, para derrocar al régimen sandinista.
De nada valieron los gritos de “Silencio”, que inútilmente hacia el Papa, sorprendido por este desafío a su autoridad moral.
Gritan "Queremos la paz" signo de la mentira y cínica utilización del lenguaje populista que solo engaña a los esclavos de la idolatría ideológica de los falsos profetas de este mundo.
En su segunda visita a Nicaragua, el 7 de febrero de 1996, ese mismo Papa dijo que el país "goza ahora de una auténtica libertad religiosa", tras recordar "aquella noche oscura" de su primera visita en marzo de 1983.
En ese entonces, la presidenta era Violeta Barrios de Chamorro y los sandinistas estaban en la oposición.
Recordó: «En 1983 celebramos en Nicaragua el Santo Sacrificio de la Misa en una noche oscura. Hoy brilla un sol resplandeciente en Nicaragua. Han cambiado muchas cosas en Nicaragua. Los habitantes de Nicaragua pueden gozar ahora de una auténtica libertad religiosa.»
Añadió: «Recuerdo la celebración de hace trece años. Se hacía ruido. Una grande noche oscura. Hoy se ha hecho la misma celebración eucarística del sol. Se ve que la Providencia Divina está actuando.»
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